BELTANE: LA LLAMA DE LOS ANCESTROS

Mucho después, cuando los nuevos dioses llegaron con su cruz de madera y su palabra escrita, intentaron apagar el fuego. Llamaron superstición a lo que era rito, y pecado a lo que era pacto con la tierra. Beltane, la celebración del paso del invierno a la estación fértil, del fuego purificador, de la vida que vuelve a brotar, fue tachada de impía. Pero no bastaba con prohibirlo: había que ocupar su lugar. Así, donde antes se alzaban hogueras bajo la luna, comenzaron a levantar altares a la Santa Cruz y a la Virgen. Se impusieron romerías, rosarios florales y procesiones del “mes de María”, una reinterpretación forzada del culto a la Madre Tierra. Hoy Beltane sobrevive disfrazado, oculto entre letanías, bajo coronas de flores y cruces adornadas. Pero la llama original, la que no necesita nombre ni permiso, aún arde.

La luna nueva aún no había salido cuando el clan se reunió junto al roquedal, donde el agua brota entre raíces de fresno y los ancianos dicen que moran los espíritus del suelo. Era el primer día del mes claro, cuando el frío se retira y la vida pide paso. Era Beltane.

Nadie llevaba metal encima. Solo lana, cuero y barro. Las manos curtidas traían haces de leña seca, ramas de enebro, corteza de abedul. El fuego se encendió como siempre: con pedernal y esquirlas secas de hongo yesquero. No hubo duda. Las chispas saltaron, y la primera brasa fue alimentada con aliento y respeto.

El círculo se trazó con piedras talladas y ceniza de años pasados. Los más jóvenes trajeron agua desde el río, caminando descalzos para no perturbar el silencio. Las mujeres dejaron ofrendas: leche, semillas, frutos secos. Los hombres depositaron carne curada, huesos tallados, sal recogida con sangre. El fuego no era celebración: era vínculo.

El roble alzado en el centro, con sus ramas desnudas, no tenía cintas ni adornos. Solo marcas grabadas con cuchillo de sílex, como las que los antepasados trazaban en los dinteles de los castros. Nadie preguntaba su significado. Se sabían de memoria.

Los fuegos gemelos ardieron a ambos lados del paso. Cada miembro del clan, desde el más joven hasta la anciana que ya no veía, cruzó entre ellos. Algunos con ojos cerrados, otros musitando palabras al dios cornudo, al ciervo que protege y vigila. No se hablaba de amor ni de suerte. Se hablaba de continuidad.

Una cabra fue sacrificada. Su sangre cayó sobre la piedra del altar, y el humo de su carne subió al cielo. Era el tributo. Era el recuerdo. Era el pacto renovado entre los hombres y la tierra que los sostiene.

Cuando la primera luz del alba tocó las cumbres, se cubrieron las brasas con tierra, no para extinguirlas, sino para ocultarlas hasta el año siguiente. Beltane había hablado. La rueda giraba. La vida continuaba.

Y el bosque, sagrado y antiguo, guardó el secreto.