OSTARA Y LA HERENCIA PAGANA DEL CRISTIANISMO

El amanecer rompe el horizonte, tiñendo de dorado los campos aún cubiertos por el rocío. La primavera ha llegado y con ella, la celebración de Ostara, el antiguo festival de renovación y equilibrio. Es el momento en que la oscuridad del invierno cede finalmente ante la luz, y la vida despierta en un renacimiento cíclico que nuestros ancestros celebraban con rituales de fertilidad, banquetes y ofrendas a la diosa Eostre. Con su llegada, los días se alargan, la tierra se cubre de flores y el mundo se llena de promesas de abundancia y renovación.

Los pueblos germánicos y celtas daban la bienvenida a Ostara con grandes hogueras en honor a la diosa de la primavera. En estas llamas sagradas ardían las sombras del invierno, mientras los participantes danzaban y ofrecían panes, leche y miel como tributo a la fertilidad y el renacimiento de la tierra. En los claros del bosque, se dejaban ofrendas de huevos pintados, símbolos de vida nueva y poder regenerador, que se escondían entre la hierba y los arbustos para que la naturaleza misma los acogiera en su seno.

Uno de los rituales más importantes de Ostara consistía en la siembra simbólica. Las comunidades plantaban semillas en la tierra como acto de esperanza y compromiso con la renovación de la vida. Se creía que este acto aseguraba una cosecha próspera y era acompañado por cantos y bendiciones para la fertilidad de la tierra. Asimismo, se preparaban altares al aire libre con flores frescas, velas y figuras de liebres o huevos, donde se agradecía a la diosa Eostre por el retorno de la luz y la abundancia.

Los rituales de purificación también eran comunes en esta época. Se realizaban baños con hierbas primaverales como lavanda y romero, destinados a limpiar el cuerpo y el espíritu de la pesadez invernal. También se practicaban danzas en círculo alrededor de árboles florecidos, como símbolo del eterno ciclo de la vida y la conexión con la naturaleza.

Entre las criaturas sagradas de Ostara, la liebre destacaba como su mensajera, portadora de la promesa de nuevos comienzos. Su velocidad y astucia la vinculaban con los ciclos lunares, con el fluir de la vida que nunca se detiene. Se contaban historias de cómo la diosa Eostre, conmovida por un ave herida en pleno invierno, la transformó en liebre para que pudiera sobrevivir, pero conservando su capacidad de poner huevos como recordatorio de su antigua naturaleza. Y así, cada primavera, la liebre sagrada aparecía para entregar sus huevos de colores, símbolos de la fertilidad y la renovación.

Con la llegada del cristianismo, Ostara, como tantas otras festividades paganas, fue eclipsada, reinterpretada y absorbida dentro del calendario cristiano. La Pascua adoptó su espíritu de renacimiento, pero bajo el relato de la resurrección de Cristo. Los huevos, antaño sagrados para los pueblos del norte de Europa, pasaron a formar parte de las celebraciones pascuales, y la liebre de Eostre se transformó en el conejo de Pascua. Incluso la fecha de la Semana Santa siguió el mismo patrón que Ostara, guiada por el equinoccio y los ciclos lunares, reflejando una verdad que ni el tiempo ni la imposición religiosa pudieron borrar: la naturaleza sigue su curso, y con ella, la memoria de los antiguos ritos que celebraban la luz y la fertilidad.

A pesar de los esfuerzos por borrar su origen, Ostara sigue latiendo en cada huevo pintado, en cada liebre de chocolate y en cada celebración del renacer primaveral. Lo que una vez fue sagrado para los pueblos paganos sigue vivo bajo otras formas, disfrazado en tradiciones que, aunque renombradas, aún conservan su esencia. La historia no se borra tan fácilmente; sigue viva en las costumbres, en la memoria y en los ciclos eternos de la naturaleza que, como cada año, nos recuerdan que la luz siempre regresa tras la oscuridad, por más que traten de ocultarla bajo nuevos relatos.