La Décima Noche de Yule había llegado, y el mundo parecía respirar en un silencio sagrado. Era la noche en que el poder de Sunna, la diosa del Sol, y los espíritus de los ancestros eran honrados con devoción y gratitud. Afuera, el invierno reinaba con su frío manto blanco, pero en el interior de la sala, el calor del fuego y la luz de las velas llenaban el espacio con una sensación de esperanza y conexión.
El altar sagrado había sido dispuesto con cuidado. Sobre él descansaban ramas de abeto, frutos dorados, miel y pequeñas figuras talladas que representaban a la diosa y a los espíritus protectores del linaje familiar. Una gran vela dorada ardía en el centro, iluminando los rostros de los presentes, que formaban un círculo alrededor del fuego, cada uno sosteniendo una pequeña ofrenda en sus manos.
El ritual comenzó con palabras dedicadas a Sunna. Una mujer se adelantó, sosteniendo un cuenco de miel que brillaba bajo la luz del fuego. Levantó la mirada hacia las llamas danzantes y habló con una voz clara y llena de reverencia.
“Sunna, luz de nuestras vidas, que tu calidez nunca nos falte. Tú, que renuevas el día y alimentas la tierra, recibe esta ofrenda en gratitud. Te pedimos que guíes nuestro camino y nos llenes de fuerza para enfrentar los días oscuros. Que tu resplandor siga siendo el faro que nos llama hacia la vida.”
Un hombre joven fue el siguiente. Con una rama de abeto en la mano, se inclinó ligeramente hacia el fuego.
“Sunna, señora del cielo, tú que dominas la oscuridad con tu luz, te agradecemos por cada amanecer que nos prometes. Este invierno nos recuerda tu valor, pues incluso en los días más fríos sabemos que tú volverás a iluminar la tierra. Te pedimos que mantengas viva la llama en nuestros corazones y nos enseñes a brillar como tú, con fuerza y constancia.”
Tras estas palabras, un coro se elevó en honor a la diosa. Voces de hombres, mujeres y niños entonaron un canto antiguo, lleno de poder, agradecimiento y súplica. “Sunna, diosa del Sol, tú que cruzas el cielo cada día, no nos abandones. Tu luz nos da vida, tu calor nos sostiene. A ti, portadora de esperanza, nuestras palabras y nuestro amor eterno.”
El momento de hablar con los ancestros llegó. Uno a uno, los miembros del grupo se acercaron al altar, sosteniendo una ramita de hierbas secas o un pequeño amuleto, que luego ofrecían al fuego sagrado. Una mujer joven, de cabello trenzado, se adelantó con pasos firmes. “A ustedes, abuelas y abuelos de mi linaje,” dijo, con la voz temblando ligeramente. “Gracias por su fuerza, por enseñarnos a resistir el frío y a encontrar el calor incluso en los días más oscuros. Prometo honrar sus pasos y caminar con la misma valentía.”
Un hombre mayor fue el siguiente. Su espalda estaba encorvada por los años, pero su mirada era intensa. Sosteniendo un pequeño trozo de madera tallada, habló en un tono profundo. “Padre, abuelo… a ustedes que labraron la tierra y levantaron estos muros que nos protegen. Les ofrezco esta ofrenda para que sepan que no hemos olvidado. Gracias por enseñarnos que la verdadera riqueza está en el trabajo y la unión.”
Luego, una niña pequeña, tímida, se acercó con la ayuda de su madre. Sosteniendo una flor seca en su mano, levantó la vista hacia el altar. “A ti, abuela,” dijo en un susurro. “Gracias por las historias que me contabas antes de dormir. Siempre recordaré tus palabras.”
Cuando todos hubieron ofrecido su tributo, la sala quedó en un silencio solemne. Solo el crujido del fuego y el susurro del viento se escuchaban. Entonces, el anciano líder del grupo se adelantó. Con una brasa en sus manos protegidas por un cuenco de arcilla, se colocó en el centro del círculo. “Ancestros,” dijo con voz grave, “ustedes que nos dieron vida y sabiduría, que nos enseñaron a enfrentarnos al invierno con esperanza y determinación, escuchen nuestras palabras. Les agradecemos por estar con nosotros, por guiarnos desde las estrellas y por recordarnos siempre quiénes somos. Esta llama es para ustedes, una luz que nunca se apagará mientras vivamos.”
Con esas palabras, las llamas del fuego parecieron alzarse más alto, como si el espíritu de los ancestros respondiera al llamado. Los cánticos comenzaron poco después, voces profundas y vibrantes que llenaron la sala con alabanzas a Sunna y susurros de gratitud a los espíritus familiares. La noche continuó con danzas, relatos y un banquete compartido, mientras las velas del altar seguían ardiendo, símbolo de la conexión eterna entre el pasado, el presente y el futuro.
Cuando el primer rayo de luz se asomó en el horizonte, todos levantaron sus rostros hacia el amanecer. Era la promesa de Sunna, la confirmación de que la luz y el calor regresarían, siempre. Y mientras se despedían de la noche, cada corazón llevaba consigo las palabras de los ancestros y el juramento de honrarlos en los días venideros.