La luna asomaba tímidamente entre las nubes invernales, iluminando con su pálido resplandor un mundo cubierto de escarcha. Era la sexta noche de Yule, la Noche de Eir, la diosa sanadora. En cada hogar, la calma se respiraba en el aire mientras las familias encendían velas, sus luces danzantes reflejaban la esperanza de sanación y renovación.
En un pequeño bosque cercano, un grupo de personas se reunió en torno a una hoguera chispeante. Vestidos con capas gruesas, llevaban hierbas y flores secas recogidas antes de la llegada del invierno: lavanda, manzanilla, y romero. Estas, según la tradición, simbolizaban las curas y las bendiciones de Eir. Al ritmo de tambores suaves, una anciana de cabello plateado tomó la palabra: “Eir,” comenzó con voz solemne, “nos enseña que la curación no es solo del cuerpo, sino del alma. Esta noche pedimos por el alivio del sufrimiento, por la fortaleza en la adversidad y por la armonía entre nosotros.”
Mientras hablaba, cada persona tomaba una flor o hierba y la arrojaba al fuego, viendo cómo el humo ascendía al cielo estrellado. Era su forma de enviar sus plegarias a la diosa. Alrededor del fuego, los susurros se mezclaban con el crujido de las llamas: nombres de los enfermos, palabras de arrepentimiento y deseos de paz.
Cuando la ceremonia terminó, cada uno tomó un frasco de agua bendecida, que simbolizaba la fuente de la vida. “Compartan esta agua con quienes necesiten sanación,” dijo la anciana. “Eir escucha nuestras plegarias en esta noche sagrada.”
La brisa helada trajo consigo un aroma de tierra húmeda y promesa. Mientras los participantes se retiraban a sus hogares, la hoguera aún ardía, como un recordatorio de que incluso en la oscuridad del invierno, la luz de la sanación y la esperanza nunca se apaga.
Esa noche, mientras el mundo dormía bajo el manto del Yule, la presencia de Eir se sintió en los corazones de todos, susurrándoles que la sanación era posible, incluso en los tiempos más fríos y oscuros.